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lunes, 28 de abril de 2008

El mercado de la infancia

Los chicos como consumidores

El mercado de la infancia

Por Carolina Arenes De la Redacción de LA NACION



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No sólo piden zapatillas: eligen marcas. No sólo acompañan a sus padres al supermercado: aferrados a la proa del carrito cual Leonardo DiCaprio a bordo del Titanic seleccionan con sus deditos al paso de la góndola. Y lo peor es que sus áreas de interés no se agotan en los juguetes, los videos o la ropa: ellos también quieren opinar cuando se trata de jabones, aceites, bebidas, dentífricos o lamparitas. Los chicos modelo tercer milenio están empapados de consumo; ése es su hábitat y en él se mueven como peces en el agua, a veces para escándalo de sus padres (y ni qué decir de los abuelos), cuyas infancias se desarrollaron "con menos cosas", a años luz de las tentaciones del mercado. En el mismo país en que se iba gestando una realidad escalofriante -más de un millón de niños por debajo del límite de pobreza-, se iba consolidando también un ideal de infancia hiperrealizada que no puede analizarse sino en relación con la eclosión que hizo en las últimas dos décadas la oferta de productos y servicios destinados a ganarse a los menores. Aunque los estudios de mercado coinciden en que, a partir de la crisis, se consolidó como tendencia la aparición de un consumo responsable, especialmente en los adolescentes, las investigaciones realizadas por distintas empresas hasta fines de 2001 ya daban cuenta del fenómeno del niño consumidor. Hoy se calcula que en productos de consumo general, que van desde comestibles hasta electrodomésticos, los chicos tienen una incidencia del 40 por ciento en las decisiones de compra de la familia. Néstor Braidot, especialista en marketing y docente universitario, comparte un dato revelador: la altura preferida en las góndolas durante los años 80 era de 1,60, estatura promedio de las amas de casa; en los 90, cuando la ida al supermercado se transformó en un paseo de compras familiar, bajó a 0,90 "para estar a la altura de los chicos". Pero, más allá de los números, basta aceitar la memoria para darse cuenta de la enorme cantidad de nuevas propuestas dirigidas a niños y adolescentes: celulares con diseños infantiles; canales de cable especializados; merchandising de programas televisivos que multiplican el negocio con la venta de muñecos, revistas y videos; jueguitos electrónicos, infinidad de sitios en la Red; fast foods para todos los gustos; plazas de juegos en shoppings , restaurantes y confiterías; proliferación de casas de ropa infantil; espacios y programas especiales en bibliotecas, librerías y museos. El pulso consumista La gama es amplia y variada. Se podría decir que el mercado descubrió a los chicos y descubrió su potencialidad de consumo: porque son muchos (más de 10 millones de menores de catorce años en la Argentina y más de 125 en América Latina), porque están estimulados y reclaman lo que quieren y porque tienen patrocinadores muy generosos, como define el publicista Raúl López Rossi, titular de una firma especializada en marketing infantil. Sin embargo, aunque es verdad que el punto álgido de esta expansión coincidió en la Argentina con el pulso consumista de los años 90, el auge de la infancia no se reduce a un fenómeno comercial de compra y venta de productos y servicios (por impresionante que sea) ni se agota en las fronteras de nuestro país. El protagonismo que hoy tienen niños y jóvenes en las sociedades occidentales confirma la consolidación de una tendencia que empezó a gestarse a fines de los años 50 y a la que contribuyó un anudado grupo de factores, entre ellos el desarrollo de los estudios sobre el psiquismo infantil, los avances en el rol social de la mujer y la democratización de los vínculos familiares, que llevó a un nuevo posicionamiento de poder de los chicos en las familias, en algunos casos al borde de los límites. Y también contribuyó, por supuesto, la vocación expansionista de lo que se ha dado en llamar la industria de la infancia. El protagonismo de los menores en el consumo es tal vez el aspecto más evidente de este fenómeno. Lo que no siempre se percibe con suficiente atención es que la estimulación publicitaria se filtró en todas las instancias de la vida infantil, tanto que hoy las empresas tienen una intervención muy fuerte en la vida de los chicos: promueven un lenguaje nuevo en valores, en modos de conducta, en tipos de vínculos entre pares. ¿Somos del todo conscientes de este cambio tan profundo? "Lo último que descubriría un habitante de las profundidades del mar sería, tal vez, el agua." Viviana Minzi, licenciada en comunicación e investigadora del Instituto Gino Germani, de la Universidad de Buenos Aires, acude a esa reflexión del sociólogo Eli Chinoy para dar cuenta no sólo de la explosión del mercado infantil y juvenil en las últimas décadas sino del modo en que éste modela el "ecosistema" en que crecen y se desarrollan los chicos de las grandes ciudades. En su trabajo "Mercado para la infancia o una infancia para el mercado", que acaba de publicarse en Estudios sobre comunicación, educación y cultura , Minzi explica que, precisamente por ser omnipresente, ese ecosistema se vuelve con frecuencia invisible. "Lo que la cotidianidad enmascara es el carácter sociohistórico de esta presencia y su impacto cultural", concluye. Los padres y los maestros ya no son como antes los dueños de la llave que abre las puertas del conocimiento y del mundo. Transmitir valores, ser guías en el proceso de iniciación de los hijos en la vida social hoy son responsabilidades compartidas con los medios y la maquinaria publicitaria. Y no exclusivamente en las clases con mayor poder adquisitivo, como precisa la especialista en educación e investigadora Gabriela Diker: "Cuando una preadolescente internada en un hogar asistencial juega con un teléfono celular a que es un personaje de Rebelde Way se pone en evidencia la eficacia de los medios en la construcción de un modelo de adolescente que borra momentáneamente las diferencias sociales". Se estima que los chicos argentinos ven un promedio de cuatro horas diarias de televisión. Con la omnipresencia de su mensaje a través de ese aliado de lujo que es la pantalla chica, el mercado define, tal vez como nadie, qué es y qué no es un niño, un adolescente, para nuestra cultura. Los especialistas hablan de un nuevo concepto de infancia fraguado al calor de una de las revoluciones más hondas de los últimos tiempos: la que sacó a los chicos de la tutela casi exclusiva de la casa y la escuela (es decir, de la protección de la familia y del Estado) para ubicarlos como sujetos de pleno derecho en la sociedad de consumo. Cultura mercantilizada Pero ¿cómo se ubican en ese escenario? Casi siempre indefensos y a la intemperie, alertan desde las ciencias sociales. La propuesta de los medios, como vehículos privilegiados del mensaje consumista, es tan seductora y poderosa que se vuelve muy difícil delinear un espacio alternativo desde donde construir la propia subjetividad sin temor de ser rechazado. ¿Cómo no comprar el nuevo trompo bey- blade si todos lo llevan a la escuela? ¿Cómo no ir a la matinée si eso es lo que hace el grupo? ¿Cómo no violentar el cuerpo si los modelos femeninos consagrados por los medios coquetean con la anorexia? ¿Cómo no hacer la gran fiesta de quince ahora que están de moda los festejos superproducidos, con videos semiprofesionales que incluyen maquilladores y directores de imagen? Inmersos ellos también en la lógica del consumo, inseguros para restarle consistencia al globo de la ilusión publicitaria, los padres no siempre pueden ser dique de contención ante tantos espejitos de colores. Pero, además, la "orfandad" de la infancia en las sociedades de consumo apunta especialmente a las distracciones del Estado como garante de la formación de las nuevas generaciones. Si no hay educación en el consumo como materia formal (hay talleres de reflexión sobre el tema, pero no en todas las escuelas), si no se dictan leyes que controlen los mensajes publicitarios (hay proyectos durmiendo el sueño de los justos), si la escuela no siempre enriquece el paisaje imaginario infantil con propuestas alternativas a las entronizadas por los medios de comunicación y cede ella también a la mercantilización de la cultura (hay instituciones que tienen juguetería dentro de sus instalaciones; otras que ponen música de Bandana en las horas de clase), seguramente la sociedad del futuro tendrá entusiastas consumidores pero ciudadanos empobrecidos. No es cuestión de escandalizarse tampoco. La cultura de nuestra época demuestra que se pueden combinar mundos que antes parecían excluirse mutuamente: de una buena lectura a la televisión, del fast food a un espectáculo de mimo, del shopping a andar en bicicleta, de un disco de Mambrúa la indagación lúcida de la realidad. Como dice Sandra Carli, autora de un libro memorable que se llamó Niñez, pedagogía y política , esta heterogeneidad es la que caracteriza la experiencia contemporánea. La cuestión es estar atentos para que allí donde la presión consumista tienda a confundir o a modelar rígidamente los deseos de los chicos, los padres puedan abrir nuevas puertas, expandir las fronteras de la curiosidad infantil y no limitarse a taponarlas con el último juguete articulado de la serie.

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